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—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo.
[...] que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
[...] el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte.
Florentino Ariza había previsto que esa noche ocurrirían las cosas así, y se retiró.
Ya en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la mejilla
izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le ofreció la otra mejilla
con una coquetería que él no le había conocido de colegiala. Entonces insistió por
segunda vez, y ella lo recibió en los labios, lo recibió con un temblor profundo que trató
de sofocar con una risa olvidada desde su noche de bodas.
-¡Dios mío -dijo-, qué loca soy en los buques!
Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya.
Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el
que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la
evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores
mal resueltos. Suspiró de pronto: "Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante
tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad
si eso es amor o no". Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El
buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un
inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.
-Vete ahora -dijo.
Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la
mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.
-Ya no -le dijo-: huelo a vieja.
―Que se vayan a la mierda ―dijo―. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.
'No creo en Dios, pero le tengo miedo.'
[...] el cuerpo sigue mientras uno siga.
Tenia que enseñarle a pensar en el amor Como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.
Para las mujeres sólo había dos edades: la edad de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la edad de ser solteras eternas: las quedadas. Las otras, las casadas, las madres, las abuelas, eran una espicie distinta que no llevaba la cuenta de su edad en relación con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para mormir.