Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya.
Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el
que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la
evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores
mal resueltos. Suspiró de pronto: "Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante
tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad
si eso es amor o no". Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El
buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un
inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.

-Vete ahora -dijo.

Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la
mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.

-Ya no -le dijo-: huelo a vieja.

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